Ha sido un año complicado para Alfredo Romero. Tanto, que en los últimos días ha tenido que rechazar varias ofertas televisivas para realizar programas especiales sobre el año de la dana en El Ventorro. Algunas incluían incluso una generosa gratificación. Sin embargo, el propietario de este céntrico restaurante valenciano —uno de los hosteleros más íntegros de la ciudad— ha sido protagonista involuntario de aquella larga sobremesa en una de las jornadas más trágicas para los valencianos en lo que llevamos de siglo.
Romero —Alfredo para sus clientes— está acostumbrado a lidiar con comensales presumidos, con los que terminan algo ebrios, e incluso a atender a algún condenado en libertad provisional. Pero jamás imaginó convertirse en el centro de atención por su modesta, aunque encantadora, casa de comidas, fundada por sus abuelos hace casi sesenta años. Siempre atento, con una sonrisa y su inseparable libreta y bolígrafo, anota cada pedido tras recitar el menú a viva voz.
En El Ventorro no hay carta ni reservas en línea. Siempre es Alfredo quien toma nota personalmente. Resulta difícil ir a comer —abre de lunes a viernes al mediodía— y no cruzar saludos con alguien conocido, pues su clientela es fija: empresarios y abogados con oficina en el centro, además de políticos con despacho en alguna sede institucional de Ciutat Vella.
Nacido como una fonda tradicional —lo que hoy llamaríamos un gastrobar—, El Ventorro resurgió en los años noventa con la llegada de Alfredo y el nuevo poder autonómico, no solo político, sino también económico, impulsado por la cercanía del Banco de Valencia y la Caja de Ahorros en la calle Pintor Sorolla. Eran tiempos en que los buenos negocios se celebraban o cerraban alrededor de una mesa con mantel. Por ello, Alfredo amplió el local, uniendo el edificio contiguo de cuatro plantas para incorporar tres reservados discretos: uno para una decena de personas, otro para seis y el más pequeño para cuatro. Los dos pisos superiores son viviendas, y en el cuarto se encuentra el reservado más privado, donde el 29 de octubre almorzaron el president Carlos Mazón y Maribel Vilaplana, desde aproximadamente las 15:00 hasta las 18:45, según la versión consensuada por ambos.
En las facturas de El Ventorro figuran la fecha y el número de mesa, pero no la hora. Sin embargo, sí se detallan las cantidades de comida y bebida con su precio correspondiente. Cuando el pago se realiza con tarjeta —lo habitual—, el justificante bancario que muestra la hora, Alfredo lo grapa junto a la nota de la cuenta. Son habituales las largas sobremesas, uno de los privilegios de sus clientes habituales, ya que, aunque la cocina cierre, su oferta de destilados es de las mejores de València.
El origen del nombre del restaurante se remonta a la familia Romero, procedente de El Toro, pequeño municipio del Alto Palancia, en la provincia de Castellón, cercano a la sierra aragonesa de Javalambre y uno de los lugares más fríos de la Comunitat Valenciana. El abuelo de Alfredo, fundador del negocio, se dedicaba a los derribos, y por eso en la planta baja —junto a la barra y la cocina— se conservan vigas y cerámicas recuperadas de antiguas viviendas. Su padre y su tío fueron futbolistas profesionales, como muestran algunas fotografías, llegando a jugar en Primera División con el mítico Sabadell que entrenó Pasieguito a finales de los sesenta.
A la entrada del local, en la calle Bonaire, figuraba hasta marzo un rótulo con el nombre del restaurante. Lo retiró cuando se convirtió en una atracción fotográfica, especialmente durante los días falleros con más visitantes. Nadie pasaba por allí sin hacerse una foto para subirla a las redes. A cualquier hora, día o noche. Si Alfredo hubiera instalado un photocall y cobrado un euro por instantánea, se habría hecho de oro. Pero, como no le faltan clientes, prefirió devolver al local su anonimato y proteger, de paso, la tranquilidad de los vecinos.
Pocos saben que en la cercana calle Tertulia —paralela a la de la Paz y colindante con Bonaire— se ubicaron durante años algunos prostíbulos de la ciudad. Aun así, lo que más ha incomodado a Alfredo en los últimos meses han sido los rumores que insinuaban que su establecimiento era como una especie de burdel encubierto. En realidad, en los años sesenta fue lugar frecuentado por toreros, futbolistas y cupletistas.
El Ventorro también sufrió las consecuencias del temporal, pues dos de sus empleados —vecinos de Sedaví y La Torre— se cuentan entre los miles de damnificados por la dana. Desde entonces, el restaurante ha abierto cada día con el aforo completo y el habitual rompecabezas de cuadrar reservas y mesas. Con su olfato de anfitrión, Alfredo ha sabido rechazar a quienes buscaban más espectáculo que comida, manteniéndose fiel a su máxima discreción. De su boca nunca saldrá nada que comprometa a un cliente. Esa regla de oro es inquebrantable.
Hoy sigue sirviendo las mejores lentejas de la ciudad, el potaje más casero, pescado de temporada al horno o un sabroso rabo de toro. Además, ofrece una cuidada selección de conservas bajo la marca El Ventorro. La de bonito, dicen, es insuperable.
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